martes, 25 de marzo de 2008

LA BARBARIE ELEGANTE

(Publicado orginalmente en http://www.lajornadamichoacan.com.mx el sábado 30 de julio de 2005)


VICTOR ARDURA

Oscuridad. Intuye que, detrás del obstáculo ­un portón de madera, en este caso­ está el ancho mundo. Alguien, algunos le encajan algo que le produce dolor, intenso dolor. Nosotros sabemos que esa afrenta es la divisa, un arpón de puntas aceradas. Está aterrorizado. Lo único que desea es huir. Por eso, al abrirse la trampa, sale aprisa, con la testa en alto, alerta, con el miedo y el sufrimiento que no se alejan. Otros dirán que salió engallado, bravo, feroz.

El ancho mundo no es más que un espacio limitado, redondo, y el que corre, que es miope y daltónico, no califica los trapos rojos que le agitan en la cara. Ahí hay un vislumbre que es preciso embestir.

Tal vez así disminuya la dolencia. Seguramente escucha ruido ensordecedor, un concierto de voces y gritos en sordina que lo aterran aún más. No busca adversarios, sino salir de la cajonera. No tarda mucho en aparecer, a su espalda, otro enemigo, esta vez más amenazante. Como puede, arremete, pero el dolor no desaparece, aumenta. Libera endorfinas, dirán los veterinarios, una y otra vez, al ser picado en el morro, al ser destrozado por dentro.

Pero no para ahí la cosa. Más enemigos ­esos que no pidió ni provocó­ se acercan, le insertan picas, para los conocedores tiene un nombre: banderillas. Él se siente perdido, atolondrado. Los trapos rojos, que ha perseguido con tenacidad ­intuye que a lo mejor ahí puede estar la salida a tanto sufrimiento­, lo han dejado exhausto. Por eso ahora ya está con la cabeza gacha. Las imponentes paletas sangran. Resopla. Es de hecho una máquina sangrante: sus verdugos han hecho bien su tarea, pues hilos no de baba sino de sanguaza penden del hocico. Ya no puede huir. Está acorralado...

Y así, con la testa baja, siente una penetración que llega a los pulmones. La vida se le va. Está débil, convertido en un guiñapo, pero aún exigen más de él. Finalmente cae y seres anónimos salidos quién sabe de dónde lo pican una vez más, en la médula espinal. Los entendidos dicen que se le da la puntilla. Queda paralizado, pero vivo. Sin piedad, sin conmiseración, lo arrastran de las patas. Antes le han cortado una oreja y parte del rabo. Su sistema nervioso todavía está conciente de ello, de esa amputación, pero el trabajo de los matarifes no para: ya se aprestan a descuartizarlo, el festín sin gloria ni escaparate que se satisface toriles adentro.

Ésta es, en síntesis, la descripción de una corrida de toros. Nada hay de glorioso en ello. Es la perversión de lo humano al sacralizar, dar estamento de tradición y cultura, un espectáculo que se reduce a la tortura sistemática de un ser vivo, para pasmo y gozo del respetable.

¿Qué es lo que orilla a escribir sobre un tema que incomoda, como éste? Precisamente eso: perturbar a quienes, con más prejuicio que argumentos, dan carta de naturaleza a esta artesanía monstruosa y cruel que es el toreo. Y es que los lugares comunes que pretenden ejercer la defensa de esta carnicería, han adormecido el sentido crítico de quienes, en circunstancias similares pero con sujetos distintos, estaríamos poco menos que horrorizados.

Hilda Tenorio, matadora de toros michoacana, es un ejemplo de ello. En estos días, y entrevistada en un programa televisivo ­Entre lo Público y lo Privado­, el conductor la cuestionó sobre lo que opina respecto de quienes no gozan con la llamada fiesta brava, que ni es fiesta ni mucho menos brava, como veremos más adelante. Esta joven de 19 años dijo algo así como: "Fácil: antes de llegar al ruedo, el toro de lidia es rey. Y hasta tiene muchas vacas...". La respuesta de esta niña entrenada para hacer sufrir a un ser vivo produjo, incluso en los entrevistadores, una respuesta ciertamente acrítica: una sonora carcajada.

La crueldad hacia los animales es, ciertamente, un asunto complejo. El que la señorita Tenorio piense que, al final de cuentas, el toro debe agradecer su suerte, pues el trato que se le da antes de ser torturado y matado lo justifica, implica una cierta visión del mundo, el hombre y la naturaleza. El libre albedrío, noción en la que coincide la mayoría ­que no la totalidad­ de los sistemas filosóficos y teológicos para explicarse el problema del mal, embona con aquello que Singer ha llamado el especismo, es decir, aquella creencia que coloca al hombre por encima de las escalas filo y ontogenéticas. El papel de los animales queda reducido, así las cosas, a satisfacer las necesidades y el ocio humano. Los otros no existen. Son cosas sin almas de las que se puede disponer, sin que ello provoque angustia moral.

Quiero repetir este adjetivo una y otra vez: lo que le hacen al toro de lidia antes y durante la corrida es una crueldad que, aplicada a un ser humano, nos llenaría de oprobio y vergüenza.

Glosemos lo que padece el animal durante esos minutos de agonía sin tregua: antes de salir al ruedo, los riñones son golpeados con sacos de arena y se le dan purgantes. Ello tiene la finalidad de disminuir su rendimiento. Sus ojos son engrasados con vaselina, para limitar su visión de por sí parva. Los cuernos son limados; se le taponan con algodón las fosas nasales, para provocar su fatiga. Y para embravecerlo, le pican con alfileres los genitales.

En esa parafernalia verbal que se esconde detrás de esta brutal artesanía ­hecha a base de técnicas de torturadores­, se dice que toro anormal es el que sale con la cabeza en alto. Para doblegarla pican al animal con puyas ­un palo con una punta de acero de 10 centímetros­ que entra por los morros. Se supone que nada más debe interesar tres centímetros, pero en la práctica se introduce mucho más. La mayoría de las veces, y si el picador está interesado en "castigar" al animal, se apoya sobre el caballo, quien también sufre lo suyo, y llega a perforar el pulmón. Por eso lo vemos sangrar del hocico.

Las banderillas tienen la misma función que las puyas. La idea es doblegar la voluntad del toro, atacar los músculos del cuello para que doble la cabeza y el torero pueda entrar a matar. La valentía es una ficción. Ninguna grandeza hay en aprovechar la debilidad de un organismo vivo que ha sido menguado en su naturaleza con todos estos abusos. Y no son pocos los casos en que el animal es arrastrado, presumiblemente muerto ­cuando todavía está vivo­, y así, en esas condiciones, ser destazado.

En la más reciente novela de Coetzee, Premio Nobel de Literatura, el personaje principal, una escritora de nombre Elizabeth Costello, se horroriza ante la descripción detallada de la tortura que sufrieron los generales que conspiraron contra Adolfo Hitler. Obsceno, es la primera palabra que le viene a la mente. En nuestro muy cercano siglo pasado, una fotografía cimbró las conciencias del mundo civilizado: la ejecución que el general Nguyen hizo de un prisionero del Vietcong, en una calle de Saigon. El militar sostiene una pistola y dispara en la sien del infeliz, quien dibuja para la posteridad la mueca del dolor y la muerte.

Nosotros, más educados, vamos a los toros, aplaudimos esa tortura, o la vemos por televisión. Defendemos la lidia ­otra palabra mal empleada­ en nombre de la tradición, la cultura y la religión. En el fondo es lo mismo: la barbarie que se atreve a decir su nombre.


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